Reflexiones sobre la fragmentación interna
Ruben Dario GV
En la búsqueda del tema para esta columna (y agradeciendo de antemano el tiempo que usted, amable lector, dedica a deslizar la mirada por estas líneas) hallé la inspiración en un momento de silencio y reflexión. Mientras en Veracruz se desarrollan las campañas para elegir a nuestros próximos presidentes municipales y los encargados de impartir justicia, me pregunté: ¿por qué las sociedades parecen condenadas a enemistarse entre sí? Este cuestionamiento, susurrado en el murmullo de las calles políticas y sociales de nuestro estado, dio forma al texto que presento hoy.
Desde los albores del pensamiento crítico, la dialéctica ha revelado su doble filo. Hegel describió el choque de tesis y antítesis como motor del devenir histórico, pero advirtió que, sin síntesis, esa lucha puede tornarse destructor. Marx, al diseccionar las contradicciones de clase, constató que la pugna por recursos y poder perpetúa el desgarre social. En nuestro tiempo, la identidad colectiva se fragmenta en función de intereses contrapuestos y visiones irreconciliables.
Si indagamos en los mecanismos cerebrales que alimentan estas fracturas, encontramos respuestas en la neurociencia social. El sesgo de endogrupo (esa tendencia innata a favorecer a los semejantes y desestimar a los “otros”) actúa como catalizador de conflictos internos. Bajo amenaza o incertidumbre, nuestro cerebro refuerza barreras psíquicas, dado que categorizamos, etiquetamos y, con frecuencia, demonizamos. Lo que en tiempos primitivos protegía al clan hoy se traduce en polarizaciones que socavan el tejido social.
La sociología, por su parte, resalta la incidencia de las desigualdades estructurales. Cuando el acceso a oportunidades se concentra en unos pocos y la exclusión azota a muchos, brota el resentimiento. La polarización política y cultural halla así un terreno fértil, los discursos radicales erigen muros ideológicos, priorizando el enfrentamiento sobre el consenso. El resultado es un ciclo vicioso en el que “vencer al contrario” eclipsa el anhelo de colaborar por metas comunes.
Un ejemplo ilustrativo proviene de la cultura delictiva en México. Aquí, la imposición del orden mediante la violencia revela un anhelo de poder que sustituye las vías democráticas de participación ciudadana. La exaltación de líderes coercitivos no solo refleja carencias institucionales, sino también fracturas éticas. Cuando los canales pacíficos de reclamo fallan, el miedo se convierte en moneda de cambio. El costo, como evidencian los índices de inseguridad y la fuga de inversión, es el retraso colectivo y la pérdida de capital humano.
Diversas disciplinas apuntan hacia salidas convergentes. La educación cívica y ética surge como pilar imprescindible, inculcar el pensamiento crítico y la empatía desde edades tempranas abre espacios para la gestión pacífica de conflictos. El fortalecimiento de instituciones transparentes, con mecanismos realistas de rendición de cuentas, otorga legitimidad a los procesos democráticos y reduce el apetito por soluciones coercitivas, pero hasta hoy solo ha quedo en simple teoría.
En el ámbito filosófico (que dicho se de paso, hoy ya no se le da la importancia que se necesita para la sociedad) algunos proponen reconfigurar la noción misma de poder, desplazarla de la dominación hacia el servicio, del egoísmo hacia la
corresponsabilidad. Un liderazgo que nazca del compromiso con el bien común y no del afán de imponerse, invita a integrar diferencias y edificar proyectos compartidos.
Al concluir estas reflexiones, me pregunto (y los invito a hacerlo también): ¿podremos desactivar los resortes que nos fragmentan y reorientar nuestro afán de reconocimiento hacia la cooperación en lugar de la competencia destructiva? Quizá la respuesta, aunque precise de un esfuerzo colectivo, comience con la decisión individual de tolerar y cultivar la palabra como espacio de encuentro.
En lugar de resignarnos al ciclo de enemistades, replanteemos nuestras prioridades como individuos y como sociedad. Tal vez, si se lograra ese cambio de paradigma, vislumbraríamos un futuro en el que la convivencia pacífica y el progreso compartido dejen de ser utopías para convertirse en nuestro mejor legado.
Con la esperanza de que estas ideas enriquezcan el diálogo, me despido hasta la próxima entrega. ¡Nos leemos la siguiente semana! |