La fiesta de la democracia
Por Rubén Darío GV
“No hay democracia sin demócratas”, solía decir el filósofo Norberto Bobbio. Y tenía razón, por más instituciones, leyes o urnas que se instalen, la democracia no florece si sus ciudadanos no participan activamente de ella. Hoy, más que nunca, es urgente recordar esta verdad fundamental.
En México, cada proceso electoral es bautizado con un nombre simbólico y profundo “la fiesta de la democracia”. Pero, ¿de qué fiesta hablamos si no todos acudimos como invitados? ¿Puede celebrarse verdaderamente una democracia si la mitad de los ciudadanos decide quedarse en casa?
Participar en las elecciones no es una rutina ni una carga, sino un acto de dignidad. Un privilegio que muchos no tuvieron y por el que tantos lucharon. En el siglo XX, México presenció movimientos obreros, estudiantiles y sociales que, con dolor y coraje, abrieron paso a un régimen más representativo. El sufragio efectivo, ese anhelo de principios del siglo pasado, no fue una dádiva sino una conquista.
Hoy, gracias a ese legado, votar es un derecho constitucional a partir de los 18 años. Pero ese derecho, si no se ejerce, se convierte en letra muerta. Es como tener voz y preferir el silencio. Y no cualquier silencio, uno que puede costar generaciones de retroceso.
Votar, en su esencia, es más que marcar una boleta. Es el resultado de una reflexión interna sobre el país que queremos construir. En palabras del filósofo Immanuel Kant, “la ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad”. Elegir libremente a nuestros representantes es, en ese sentido, un acto de madurez cívica.
Ejercer el voto con criterio implica informarse, contrastar propuestas, mirar más allá de las emociones momentáneas y de las campañas ruidosas. La neurociencia política ha demostrado que la desinformación puede manipular nuestras decisiones, activando zonas cerebrales más ligadas a la emoción que al razonamiento lógico. Por eso, cada elección es también una prueba de nuestra capacidad de pensamiento crítico, de nuestra resistencia a la desinformación y a los discursos de odio.
Votar también implica aceptar que no todos pensarán como nosotros. Esa diversidad es, en sí misma, una riqueza de la democracia. John Stuart Mill, en su defensa de la libertad, afirmaba que las ideas contrarias no deben suprimirse, sino confrontarse en el debate público. Solo así florece el entendimiento.
En México, lamentablemente, el ambiente electoral suele polarizarse con facilidad. Amistades rotas, familias divididas, ataques en redes sociales. ¿A qué costo? Si el voto es libre y secreto, no hay razón para imponerlo ni para burlarse del voto ajeno. La verdadera democracia no se celebra con gritos ni con agravios, sino con respeto, dignidad y conciencia.
Aceptar los resultados, incluso cuando no nos favorecen, es otro acto de madurez ciudadana. La democracia no se agota en una victoria electoral; se fortalece en la pluralidad, en el equilibrio de poderes y en la crítica constante al poder, venga de donde venga.
El día de las elecciones es una fecha sagrada para cualquier sociedad libre. Es el momento en que cada individuo, sin importar su origen, género, nivel económico o ideología, tiene el mismo valor político: un solo voto, un mismo poder. Esa igualdad, tan escasa en otros ámbitos, se concreta en la urna.
Llamarle “fiesta” no es un capricho. Es una metáfora cargada de esperanza. Una fiesta no se disfruta solo; se comparte, se construye con todos. Y como en toda celebración importante, debemos llegar con decoro, con conocimiento, con intención. No se vota por costumbre, se vota por conciencia.
Y sí, aunque el sistema político no sea perfecto, aunque los candidatos no siempre inspiren confianza, abstenerse es renunciar. Es dejar en manos de otros lo que nos corresponde. Como lo dijo alguna vez José Ortega y Gasset: “la política es una actividad que, si uno no se mete en ella, ella se mete en uno”. No votar no nos hace más puros ni más críticos, solo más pasivos ante un sistema que igual decidirá, con o sin nosotros.
Votar no es solo un derecho, es una forma de afirmar nuestra existencia ciudadana, de alzar la voz sin gritar, de disentir sin violentar. La democracia no es un regalo del gobierno, sino una construcción diaria de la sociedad. Y cada elección es una piedra más en ese edificio común.
Por eso, celebremos la “fiesta de la democracia” con responsabilidad, sabiduría y civismo. Votemos con la frente en alto, sin miedo, sin odio, sin indiferencia. Votemos porque podemos, porque debemos, y porque otros no pudieron. Y, sobre todo, votemos con la certeza de que, más allá del resultado, participar nos hace mejores ciudadanos y, en consecuencia, mejor país. |