La demoledora
Por: Efraín Quiñonez León
lunes, 22 de enero de 2024
Para N, ya sabe por qué
Nunca me imaginé que mi voluntad de hacer el bien como aprendiz de brujo podía tener un desen-lace contraproducente.
Hace ya algún tiempo, la demoledora, eufemismo que utilizo para invocar a la musa que a menudo me nutre de relatos que causan mi hilaridad, mi admiración o mi extrañeza, me ha confiado algunos de sus achaques. Aunque no lo parezca, siempre capta mi atención por alguna molestia de la cual se queja. Me siento realmente afortunado que me confíe las visitas al dentista, al laboratorio, el quebranto en su salud por una gripe o la dolorosa pérdida de una uña. Pero no son estos episodios que manifiestan la vulnerabilidad de su estado físico los que me honran, sino la apertura y la con-fianza para relatarme sus desventuras cotidianas. Aunque eventualmente trato de ayudarla, casi tengo que ofrecerle “conferencias” acerca de los motivos que me inclinan a la solidaridad frente a la ingratitud de sus padecimientos. Hago lo que puedo hacer y lo que considero es correcto, le digo. Pero creo que no la convenzo del todo.
Con frecuencia me deja perplejo con sus lances retóricos por el carácter determinante de sus deci-siones y lo intransitable de sus juicios que en ocasiones esgrime con particular vehemencia. Pero igual me sorprende por su flexibilidad y su gran capacidad de adaptación. Su solidaridad no tiene límites, pero la oculta con particular sabiduría porque sabe que en un mundo de bestias feroces no hay espacio para las treguas y eso requiere estar siempre alerta, so pena de perecer devorada por una partida de seres carroñeros.
La demoledora condensa todo lo silvestre en su predisposición libertaria. Como animal herido se sobrepone con algo de humor frente a los golpes que la vida le impone. Por eso siempre se man-tiene atenta. A prudente distancia está observando los movimientos de su presa con su implacable mirada y no duda en enseñar los dientes si de lanzar una advertencia se trata.
La primera vez me enseño cómo habían sufrido sus pies las embestidas del bisturí para extraer un mal que no había atendido oportunamente, sino hasta que los dolores y la incomodidad dificultaban sus desplazamientos. Su hiperactividad sufría los embates del malestrar físico y no hay peor cosa para quien asume la vida como el permanente movimiento de una jungla a otra, que sentirse con-denada al inmovilismo o el penoso desplazamiento bajo la ayuda de los artefactos de la ortopedia.
En el corto tiempo, otros males nos colocan de nuevo en la antesala del infortunio o en la adversi-dad que siempre causan las enfermedades. La vi bailar con particular gracia un día, pero había perdido las señales de su imagen circunspecta frente al placer que denotaban su expresión alegre, dibujando a cada paso la desenvoltura de su compacta humanidad. Dice que la danza la transforma y creo que tiene razón. Puede desafiar las vulnerabilidades del cuerpo si de bailar se trata. Sigue con estricto apego la máxima que bien vale pagar por un baile una gripe y pagó los costos de sus excesos. Cuando el dolor se expresa en pujidos o lamentos, no hay lugar a confusión alguna de que la malignidad de la enfermedad ha sometido al cuerpo por un tiempo.
En uno de esos quebrantos del ánimo por los achaques, me permitió ser cómplice de su dolor localizado en los dedos de una de sus manos. El padecimiento se mostraba con singular dolor, hinchazón y rigidez de uno de sus índices. La he visto realmente incómoda, pero no le deja espacio a la desdicha y hasta donde le dan las fuerzas la encara con una sonrisa los males que va dejando el tiempo transcurrido.
Con la huella inexorable de los años me administro toda clase de pócimas y brebajes para auxiliar al cuerpo. Una amiga me proporciona un catálogo de cápsulas después de confiarle mis dolencias. Una de ellas, mientras examino las instrucciones, me informa que provee “un vigor masculino extra”. Siempre es bueno darle al cuerpo una ayudadita, me dice. Pero enseguida me pregunto si la razón es porque me vio algo maltratado. No, me dice. Te ves bien, tus canas pueden ser atractivas todavía. Y de la depresión momentánea paso a un estado “henchido de placer” por el ego masculino alimentado.
Cuando la huella de los pasos dados resulta inocultable, el personal médico siempre nos reco-mienda hacer ejercicio, comer bien, descansar y convertirnos en una suerte de farmacia ambulato-ria por la inmisericorde cantidad de medicamentos que uno debe suministrarse cada determinado tiempo. Mis dolores ya no son del alma sino de la maquinaria y mientras de eso se trate, conservo una buena cantidad de pomadas, bálsamos y ungüentos para aceitarla.
Por alguna razón que desconozco, olvidé proveer a la demoledora los remedios que en lo personal han resultado apropiados para calmar los malestares físicos. Hace no mucho, me embarqué en una travesía de casi 800 kilómetros con el propósito de visitar a mis hermanas, en aquel lugar donde los Zapatistas contemporáneos le dijeron al supremo gobierno ¡¡¡Basta!!! Perdido entre la multitud que se arremolina por las calles céntricas de Sancris, me llamó la atención una pomada que se ofrecía a los transeúntes cuyo ingrediente activo es el cannabis. Mi hermana me dijo, no la compres, yo tengo dos en casa y son de las buenas; te regaló una de ellas. Y, en efecto, la pomada, como las galletitas de la felicidad, que también se venden por las calles turísticas de la capital coleta y te-niendo a la “yerba mala” como su principal componente, ha resultado una grasa lubricante espe-cialmente efectiva para aliviar los desajustes del engranaje maltratado por los años.
Pasado el tiempo, un periplo agotador que solamente mi linda-hermosa resiste y a quien agradezco infinitamente su existencia porque me convoca a la prudencia mientras conduzco, cual checo Pérez, por los pésimos caminos de esta sangrienta y festiva nación. La demoledora, mientras tanto, me seguía insistiendo sobre lo penoso de sus dolores reflejado en el rictus que transfigura la sonrisa en mueca; cuando de repente la gallinita dijo ¡Eureka! Fue entonces cuando le propuse aceitarle parte de su desvencijada maquinaria que empieza a sentir el agotamiento natural del kilometraje recorrido, procurándole un masaje reconfortante con mariguanol que, al menos en mi caso, había surtido sus efectos calmantes en las crujientes coyunturas corporales.
Jamás me imaginé que la hiperactividad de la demoledora llegara a los extremos de procurarse paraísos artificiales involuntariamente. Me estoy sintiendo mal, me dijo. Creo que se me bajó la presión y voy ahora a tomármela porque ya no alcancé a llegar al servicio médico, agregó. Se me está entumiendo una parte de la cara, volvió a musitar. Como tapón de cidra salí corriendo de mi casa, no sin antes tomar el artefacto para medir la presión arterial del que dispongo. En el trayecto iba pensando que no tenía la más sexoservidora idea de donde se encontraba, imaginé encontrarla desfalleciente en el auto por colisión contra otros vehículos. Pero lo más grave (ella no lo sabe sino hasta ahora) es que lo mismo le pasó a mi madre y por ese motivo me precipité conjeturando cuál sería su paradero. Al final, me dirigí a su casa, donde no resolvería nada, pero al menos pude dejar el aparato con el vigilante.
Eres un exagerado, me dijo. Es verdad, exagero un poquito porque a veces pienso que no me hacen caso y con personas como la demoledora, casi hay que pedirles favor para que tomen en cuenta lo que tratas de advertirle. Mi madre perdió súbitamente el conocimiento por un incremento descon-trolado de su presión arterial y yo nunca pude estar ahí ya ni siquiera para intentar hacer algo sino para simplemente consolarla. Afortunadamente no estaba sola, dos sobrinas hicieron lo correcto y lo humanamente posible en estos casos.
Regresé a la casa sin noticias, sin el aparato y sin ver a la demoledora. Tiempo después, me llamó y hablaba como si se hubiese tomado sus copitas, pero no se lo dije. Me aseguró que toda la res-ponsabilidad era del mariguanol y de sus manos que no se pueden estar quietas. Se había aplicado en tres ocasiones y de manera generosa el ungüento; pero mientras lo absorbía su cuerpo de tallaba la cara con fe y singular alegría. Como sus diagnósticos son inapelables, no tuve más remedio que aceptar su argumento: es lo que me pasa con la marihuana. Al final, simplemente le dije: si querías pachequearte, hubieses utilizado otros métodos. No obstante, se confirma que el remedio no sola-mente funciona y es apropiado en ciertos casos, sino que puede producir efectos insospechados en personas que resultan adrenalina pura. |