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Jueves 14 de noviembre de 2024
Voz íntima

Actualizado: 2024-09-24

Voz íntima


Por: Efraín Quiñonez León


martes, 24 de septiembre de 2024


Tiro Libre


Recostado en una hamaca se encontraba retozando quizás el poeta más sobresaliente o al menos, el más conocido más allá de las fronteras chiapanecas. Jaime Sabines charlaba amenamente con alguien que no sale a cuadro, pero él mismo se encargó de revelarnos su presencia. Se dirigía hacia él como Claudio. Pero Claudio solamente aparece al final entre los créditos a las personas que intervinieron en el monólogo.


Mientras el poeta mezclaba historias de su vida personal, emergían de sus recuerdos los momentos vividos y la gracia con que sus poemas vieron la luz. Dice que ellos deben leerse sin saber siquiera quién los ha escrito. A veces, agrega, ni yo mismo sé si acaso he escrito ese o aquel poema. De modo que un cierto anonimato ayuda a apreciar mejor lo escrito.


De pronto se escuchan los cánticos de una persona y cada movimiento, cada paso dado encuentra la estrofa que abre los caminos de la redención auditiva. El sonido que deja la escoba al pasar por el piso cubierto de hojas, convierte la monotonía del ruido en música para los oídos ansiosos de escuchar susurros o la tranquilidad que produce el incesante crujir de la materia.


Como el poeta se siente avasallado por el ruido y la presencia de la mujer que mientras trabaja esgrime cánticos como lamentos, se detiene un momento y sin perder el hilo de la conversación, usa sus destrezas líricas en el lenguaje para recetarnos un espontáneo poema en prosa construido en el momento para hablar de lo que le atormenta. “Ahora esta viejita que nos interrumpe, doña Andrea, pero nos interrumpe de manera gloriosa… hace el aseo de la casa, barre, trapea, limpia los muebles, limpia las paredes y siempre trabaja cantando. Es un gesto de amor trabajar cantando, si el trabajo para nosotros ha sido como un castigo….. siempre el trabajo ha sido una cosa grosera. Entonces, yo amo a las gentes como doña Andrea que están aquí trabajando y cantando. Canta himnos… dice que está en manos de dios, que en el camino, en la eternidad, en el temor de dios, que por ello ella debe ser buena y su hija debe ser buena y que su hijo, también. Entonces, es una hermosa persona”.


La Demoledora dosifica mis descubrimientos sobre ella. Con frecuencia me sorprende. No sé si experimenta algún tipo de placer insano mientras ve mi cara de sorpresa o perplejidad. La locuacidad que con ella experimento es inversamente proporcional a su muy moderada forma de hablarme, casi podría decir que posee una suerte de termómetro interior con que mide exactamente sus palabras. Ni una más, ni una menos. Muy apegada a las correcciones del comportamiento, tan sutil como suele ser me dice: creo que lo que tu calificas de patético para mí es sarcástico. Y agrega, no estudié letras, ni tengo un diccionario en la cabeza, pero sí poseo los conocimientos necesarios como para saber el significado de las palabras.


Suele decir que me la paso discutiendo, pero en su fuero interno sabe perfectamente que no es así. En todo caso, trato de ocupar los espacios de silencio con el fin de convertir la conversación en la fuente inagotable del deseo y un estado de plenitud por el placer de la convivencia. Sin embargo, esos momentos de quietud están ahí y de esta forma permanecemos juntos aunque ausentes. La ausencia no es una repulsa, se trata de una especie de remanso para tomar de nuevo el aire que estimula nuestros intercambios, escudriñando tanto el pasado como el presente.


He dicho que su mayor prueba de afecto es su forma tajante de dictar sentencias admonitorias. La verdad es que no es así. Siempre vi en sus ojos a una mujer sensible. La primera vez que salimos me resultó admirable su gusto por la danza. Luego me lo confirmó. Más que el baile lo que más me gusta es la danza, me dijo. Con ello no hacía otra cosa que poner de manifiesto su predisposición artística. Un gusto compartido que nos unió como si fuéramos cómplices de algún delito.


Asume los compromisos como si fuesen una labor estoica. Confiesa que hasta en el amor asume tal responsabilidad con quien la inspira. Brutalmente entregada a sus buenos oficios profesionales, hasta es capaz de soportar la imprudencia y los despropósitos de quienes la rodean. No es dócil, pero se contiene por una suerte de compromiso con los buenos modales; solamente en corto se permite el desliz de un austero catálogo de injurias no para ofender, sino para repeler las energías negativas que con frecuencia la acechan.


Para intentar subsanar el estrés de la vida cotidiana y los imponderables del trabajo, nos permitimos salir los fines de semana, según nosotros, a “pueblear”. No hay un plan preconcebido, de modo que nos lanzamos literalmente a la aventura. Nos hemos mentalizado para lo que venga, pero lo que predomina es la voluntad de pasar ratos agradables y desintoxicarse de todo aquello que nos incomoda o lastima. Hasta ahora la abundancia ha privado sobre la estrechez en la economía de la convivencia y nuestro afectos. Qué va a pasar cuando algo nos salga mal, le pregunto. Nada, me dice, simplemente tendremos que reponernos y a lo que sigue.


El otro día nos fuimos de vagos en esas excursiones que solemos hacer los fines de semana. A dónde vamos, me preguntó. Donde nos lleve el destino, le respondí. Por si acaso, trae una muda de ropa, añadí. Así, nos perdimos por un sinuoso camino que implicó alrededor de dos horas de trayecto entre pueblos y un paisaje natural maravilloso. Absortos por la belleza del entorno decidimos quedarnos a pasar la noche y continuar nuestro periplo al día siguiente visitando comunidades, cañadas y paisajes. Visitamos un pueblo mágico en el que nos atrapó un tremendo aguacero de proporciones bíblicas, pero resguardados en una casa antigua llena de artesanías el panorama no resultaba tan adverso. No obstante, el tiempo pasaba y la lluvia ni siquiera nos permitía llegar al auto. Y no tuvimos de otra que desafiar las inclemencias del clima. Es verdad que nos mojamos, pero eso no nos arredró ni por un segundo.


Pasaban de las 6 de la tarde cuando regresamos al hotel. Como ya teníamos la certeza de que no había disponible cerveza sin alcohol, como tampoco el vino que le apetecía tomar a la Demoledora, acopiamos un pequeño arsenal de bebidas para continuar la bohemia después de escuchar la música de trova que esa noche estaba programada en el bar. El lugar es agradable sin ser extraordinario, habían pocas personas; dos familias completas cenaban quizás esperando el momento del concierto, mientras que en una última mesa estaban puros caballeros. Pero nuestra decepción con el artista no pudo ser peor, pues sin ser docto en la materia, me quedaba claro que el cantante desafinaba, estropeaba las letras muy a pesar de sus denodados esfuerzos. Mientras nuestra capacidad de resistencia era desafiada por los auténticos alaridos, nuestras conversaciones se disparaban en todas direcciones y en fuga para tratar de sobrellevar el momento, pero aguantamos hasta el final.


Nunca me imagine lo que sobrevendría. La Demoledora y yo iniciamos casi como una práctica interpretando las canciones que, al azar, se nos iban presentando a lo largo del catálogo dispuesto en el celular. Poco a poco sucedió la magia. Se colocó detrás de mi y terminó por vencerme con dulzura, me dejó mudo al escuchar el timbre de su voz tan diáfana y con escasa distancia que podía distinguir claramente su tibio aliento, como si desde lo más profundo de su alma vertiera un ropaje de cánticos para dejarme exhausto y vencido con el seductor tono de su voz interior, tan cálida como la paz que todo mortal añora en sus horas de angustia y pena o en sus momentos de alegría y éxtasis. No supe de mí, me dejé llevar por ella, solamente la inoportuna presencia de la madrugada y los vecinos, volvieron a despertarme del letargo más profundamente libre que jamás había sentido.

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