Espacios públicos universitarios:
el usocostumbrismo y la política privatista
Por: Efraín Quiñonez León
18 de abril de 2024
Tiro Libre
Entre la nostalgia y la extrañeza, Jane Jacobs (2020), observa de manera inquietante cómo mientras las ciudades se expanden físicamente y se concentran cada vez más funciones y población en su territorio, existe una tendencia al abandono o partimos en fuga de calles y avenidas como si el miedo o el peligro estuvieran al acecho, como si los espacios de tránsito simplemente fueran el lugar exclusivo de los automovilistas.
Desde luego, algo de razón le asiste a Jacobs, pero son necesarios los matices para poder escapar del drama que inspiran sus palabras. Es verdad que el modelo de ciudad al estilo americano provoca esa diáspora ciudadana de los espacios por los que circulamos diariamente. El tipo de urbanismo implantado que se concreta en grandes avenidas para la circulación de vehículos no permite otras maneras de movilidad, de modo que las calles se van vaciando de personas. Por fortuna, no en todas las ciudades sucede lo mismo, pese a lo extendido de este modelo del diseño de nuestras ciudades contemporáneas.
Vida y muerte de las grandes ciudades (Jacobs, op. Cit.), puede ser reconocida como una obra que auténticamente resulta un manifiesto en favor de nuestra condición gregaria del cual somos expulsados en el modelo urbanizador moderno.
La movilidad que se privilegia es el auto y las distancias que a menudo se recorren hacen indispensable el vehículo de combustión interna. David Le Bretón, confirma en Elogio del caminar (2000) que, en efecto, hemos dejado de desplazarnos empleando nuestra propia fuerza física; ocurre que casi ya no hacemos ni siquiera el más mínimo esfuerzo por caminar.
Cuando andar se ha convertido en una forma de marcar las diferencias entre las personas, la vida moderna nos sorprende machacándonos en nuestras conciencias que, hoy en día, sea por placer o por necesidad, transitar por calles y senderos a través de la energía que nos proveen nuestras piernas refleja todo un acto de valor; de resistencia frente al imperativo del modo de vida que supone “comodidades” que
evidencian la condición sedentaria que asumimos como parte de la normalidad y de nuestro soberbio perfil urbanita.
En un mundo saturado de vehículos automotores de dos, cuatro o más ruedas, caminar se convierte en un desafío ciudadano que bien merece ser reconocido como osado e incluso casi un reto al destino. Frente a la absurda idea de que la calle es un derecho cuya exclusividad pertenece a los automovilistas, los peatones deben poner a prueba su máxima atención y su eficaz destreza para poner a buen resguardo la anatomía.
Frente a semejante escenario, Le Bretón, se propone recoger algunos de los significados de trasladarse en el espacio urbano sin otro recurso más que el de nuestras piernas. Recorre una serie de pasajes donde se ponen a prueba la resistencia con la que contamos a fin de vencer las dificultades que nos producen los territorios escarpados o las condiciones inadecuadas del espacio público, por donde se pueda transitar no solamente sin peligro alguno sino con comodidad. Quienes más sufren los despropósitos de arquitectos, urbanistas y políticos que se imponen a aquellos, son precisamente los grupos más vulnerables a partir de alguna discapacidad o por la edad. Por fortuna esto ha venido cambiando en los últimos años. Cada vez hay más profesionistas (y también políticos sensibles y conscientes del imperativo de “humanizar” nuestras ciudades, aunque todavía son un bicho raro) que asumen el compromiso de proponer diseños que contribuyan a la seguridad y bienestar del ciudadano común.
Pese a estos esfuerzos y a la necesidad de “humanizar” nuestras ciudades, lo cierto es que estamos sometidos, para bien y para mal, a una suerte de jungla de asfalto en la que no solamente transitamos en situaciones de riesgo o peligros constantes sino que, también, somos propensos a establecer los “acuerdos” para una convivencia ya no digamos exenta de desafíos y situaciones desagradables, sino en las mejores condiciones posibles.
El reconocimiento de semejante diagnóstico es lo que permite a Duhau y Giglia (2008) afirmar que en nuestra condición urbanita estamos preparados para solventar los derroteros de la vida diaria aplicando las “reglas del desorden”. Lo interesante del planteamiento no es que se desconozcan las normas que formalmente nos garantizan una suerte de convivencia con algún grado de armonía en el entorno urbano, sino que resulta particularmente revelador que casi siempre estamos dispuestos y conscientes a “negociar” las reglas ya sea para obtener ventajas o atenuar los costos de nuestros desatinos.
Hace ya algunos meses vengo impartiendo clases en la carrera de Geografía, ubicada en el emblemático edificio que alberga a la Facultad de Economía. Mi aterrizaje en la licenciatura ha sido más que satisfactorio por el espíritu de colaboración existente y la grata impresión que me deja su integración como comunidad académica no exenta de contradicciones. Sin embargo, mi ingreso al recinto universitario no pudo ser más sorprendente y peculiar, no tanto por la dinámica escolar sino por el recibimiento que obtuve de un personaje (omito su nombre por el respeto que me merece y porque acepto que en un mundo tan desigual como el nuestro, todos merecemos una oportunidad para desempeñarnos en el oficio que mejor nos parezca y a través del cual podamos conseguir algunos ingresos para bien de nuestras familias) que ha hecho de uno de los espacios comunes de los integrantes de la universidad parte de sus funciones y del “contrato social” por medio del cual resulta “indispensable” su labor.
A menudo tiendo a estacionarme en los lugares en que encuentro algún sitio desocupado. Conforme he ido integrándome a las dinámicas en la Facultad, me percato que detengo el auto en los lugares -digamos- libres, es decir, los espacios en que todo aquel universitario que tenga necesidad de estar en este recinto pueda hacerlo sin mayor condicionamiento que el hecho de encontrar algún cajón de estacionamiento libre.
En alguna ocasión, prácticamente todos los espacios estaban ocupados, pero afortunadamente encontré un lugar libre en la zona lateral, junto a las canchas. Acto seguido, procedía a estacionarme y mientras lo hacía fui abordado por este personaje quien muy correctamente, cabe reconocer, se dirigió a mi para informarme que él se encontraba a cargo de estacionar los autos y, por la confianza en él depositada, se le facilitaban las llaves de los vehículos para hacer su “labor”. En el momento me pareció algo extraño y le hice ver que no me parecía correcta tal cosa, pero no estaba en contra (ni lo estoy) de que así fuese si las partes de este modo procedían de común acuerdo. Además, su oficio implicaba un cobro de setenta pesos. Ante su insistencia de que debía pagar, le hice ver mi desacuerdo y añadí que él carecía de facultades para cobrarme un servicio que no solamente consideraba inapropiado sino que, vale decir, no lo necesitaba. Entonces, aunque en buenos términos, escaló un poco el debate, pues me insinuó que las autoridades universitarias de este lugar estaban enteradas de todo esto. Por lo tanto, me vi en la necesidad de decirle que fuera por la persona que le delegó facultades para ejercer su “oficio” y, también, a exigir un pago por ello. Por supuesto que esto no ocurrió, pero me dijo, finalmente, que por esa ocasión podía estacionarme en el lugar que había decidido hacerlo.
No me recuperaba aún de la sorpresa que el hecho me causó, pero había decidido no hacer evidente mi inconformidad, de no ser por la actitud que dicho personaje fue tomando durante los días subsecuentes. Intenté hacer las paces, pero no logré mi propósito y, entonces, decidí ignorar esta bochornosa circunstancia.
Sin embargo, me parece que esto es pan de cada día y atravesamos por un camino que a diario desafía nuestra voluntad, tanto como el resolver estos conflictos no apelando a las reglas, sino a una forma menos fría e higienista que puede derivar en cierto tipo de injusticias. Es, literalmente, saber aplicar las “reglas del desorden”, tal y como nos lo proponen Giglia y Duhau, para poder sobrevivir en la selva de asfalto.
El señor tiene todo el derecho de buscar la actividad que mejor le parezca a fin de obtener algún tipo de recursos para la sobrevivencia o, en general, para solventar su particular modo de vida. Lo que no debiera ser es que tome decisiones sobre espacios que únicamente le competen a las autoridades reconocidas por la propia comunidad universitaria. Lo que no puede hacer es erigirse en una suerte de “gerente” que se arroga el derecho de decidir el momento en que algún integrante de la comunidad universitaria puede o no hacer uso de los espacios, mientras se lleva a cabo las labores académicas o asignarle algún lugar exclusivo del espacio público universitario. Un particular que no forma parte de la comunidad académica no puede disponer del uso de los espacios y, además de ello, menos aun puede obtener de esto una renta.
A pesar de todo, no es ninguna novedad que “su actividad” en cierto modo está promovida o acordada (no reglamentada, son “pactos” tácitos, como suelen celebrarse este tipo de convenios) porque existen miembros de la comunidad académica que lo permiten y aceptan. Se trata de un tipo de relación en la cual la persona involucrada “ofrece un servicio” y obtiene “beneficios” a través del pago por ello. Ergo, quienes formamos parte de la comunidad directamente estamos involucrados en una situación irregular e impropia. Nadie es inocente.
Esto, además, sucede porque los espacios se encuentran saturados y no hay los cajones de estacionamiento necesarios para que todo aquel integrante de la comunidad pueda hacer uso de uno de ellos, pero tampoco esto permite o no debería ser motivo por el cual se apliquen criterios que resultan inadecuados y que no están reconocidos en el marco normativo universitario.
Cabe apuntar e insistir, finalmente, que se trata de situaciones que son posibles porque se establecen acuerdos por “usos y costumbres” entre particulares, pero nadie está obligado a entrar en ese tipo de transacciones o acuerdos que lastiman la
convivencia dentro de los recintos universitarios. Aceptar semejante estado de cosas por las razones que sean, en tanto prácticas que se aplican de manera general, deriva en una suerte de aceptación de un tipo de “cobro de piso”, impuesto o cuota a un particular que carece de facultades para ello y, al mismo tiempo, reconocer el desempeño de sus funciones, es decir, prácticamente otorgar carta de validez a su oficio. |