Más reflexión, menos idolatría
No hay receta para tocar lo sensible sin herir. Lo primero que debo confesarles (y lo hago con la misma franqueza con que uno admite una duda en voz alta) es que estuve indeciso antes de sentarme a escribir esta columna. No por temor a la reacción, sino por respeto al tema, la política que transforma esperanzas en estructuras, la promesa que se vuelve sistema. He dedicado este espacio a analizar con herramientas sociológicas y una inclinación por la reflexión; hoy esa mirada me exige más rigor y menos estruendo.
Hace no tanto tiempo asistimos a un quiebre que muchos calificaron de histórico, un movimiento alimentado por el hastío ciudadano logró capitalizar un descontento profundo. No es extraño. Cuando la corrupción, la inseguridad y la desigualdad se vuelven cotidianas, la sociedad busca puntos de anclaje; un discurso simple y emotivo puede convertirse en faro. Lo que empezó como reclamo legítimo contra prácticas públicas cuestionables fue, con el paso del tiempo, un vector que atrajo voluntades sinceras y también intereses bien articulados.
Conviene recordar que los grandes cambios colectivos rara vez son monocordes. En toda conjura política coexisten las convicciones genuinas y los cálculos fríos, activistas que creen en la regeneración, operadores que calculan cuotas de poder, empresarios que ven oportunidades, políticos que buscan relevos. La pregunta relevante no es si hubo esperanza (porque la hubo) sino en qué proporciones convivieron esperanzas e intereses, y qué tan gobernables fueron esas tensiones cuando la maquinaria se puso en marcha.
Las estrategias de movilización no son novedosas; son antiguas como la política profesional. Señalar lo que está mal, prometer una mejor administración y conectar con el sentir popular es, en su esencia, marketing político. Niccolò di Bernardo dei Machiavelli, (Nicolás Maquiavelo) ya describía, con otros términos y desde otra coyuntura, la eficacia de ciertas acciones para ganar y conservar el poder. El problema surge cuando la estrategia sustituye al propósito, cuando la retórica de la transformación se convierte en técnica para ocupar puestos, más que en proyecto para transformar vidas.
El fenómeno que vimos en la última década tuvo un patrón claro, se sumaron capas de apoyo (jóvenes, maestros, petroleros, padres de familia, sectores urbanos y rurales) y con ellas llegaron líderes visibles que, en muchos casos, terminaron ocupando los espacios del poder que antes denunciaban. ¿Dónde quedó la justicia por la que marcharon algunos movimientos? ¿Qué pasó con las promesas de cambio estructural? La respuesta es compleja, en algunos casos hubo avances concretos, en otros hubo captura de causas y cooptación de liderazgos. Esa ambivalencia es la naturaleza misma de la política moderna, mixtura de logros parciales y de compromisos que erosionan los ideales originales.
Un elemento crítico ha sido la relación entre el asistencialismo y la fidelidad electoral. Los programas sociales, en su papel ideal, deberían ser instrumentos para reducir desigualdades y ampliar capacidades. En la práctica política cotidiana, sin embargo, pueden convertirse en herramientas de contención y clientelismo cuando su diseño y ejecución priorizan la lealtad sobre la eficacia. De nuevo, la intención puede ser válida, pero la implementación define el efecto real sobre la ciudadanía.
La otra arista que preocupa es la erosión del pensamiento crítico entre quienes se consideran parte del proyecto. La política de adhesión afectiva (esa que insiste en que “estamos del lado correcto de la historia”) tiende a crear monoculturas intelectuales donde la crítica se interpreta como traición. Y cuando la crítica se apaga, también lo hace la posibilidad de corregir errores desde dentro. La historia nos muestra que los sistemas cerrados terminan reproduciendo las mismas dinámicas que juraron sustituir, concentración del poder, privilegios renovados y, eventualmente, desgaste.
No todos los actores que hoy forman parte del aparato político son idénticos. Hay funcionarios honestos y militantes con convicciones sinceras que trabajan por el bien común. La observación no es para polarizar, sino para exigir un estándar, que la fidelidad a una causa no sustituya la exigencia de resultados, transparencia y responsabilidad. Aceptar complicidades por afinidad política es renunciar a la ciudadanía activa.
Si algo deben enseñarnos estos ciclos es que el cambio duradero se sustenta en educación, pensamiento crítico y una esfera pública plural donde las ideas se confrontan con datos y argumentos, no con consignas. La democracia no es solo delegar poder, es una práctica cotidiana de escrutinio y participación. Cuando los ciudadanos recuperan la capacidad de exigir sin prejuicios y los gobernantes responden con instituciones fuertes, el ciclo deja de ser puramente repetitivo y puede transformarse en progreso acumulativo.
Al final, todo aquello que sube puede bajar, y el poder, por su naturaleza, es redituable, quienes lo obtienen difícilmente lo sueltan con facilidad. Pero no es una sentencia inmutable, la alternancia entre ingenio político y responsabilidad ciudadana puede moderar los extremos. Nuestra responsabilidad como sociedad no es solo celebrar victorias simbólicas, sino mantener la pasión por el análisis y la crítica constructiva; no es solo votar, sino verificar.
Escribí estas líneas con la inquietud de quien teme tanto por la manipulación del sentimiento público como por la desidia intelectual de los propios creyentes del cambio. La política, como la vida, es terreno de grises. Reconocer avances no implica renunciar al examen crítico; denunciar fallas no debe convertirse en ejercicio de aversión automática. La madurez democrática exige esto, más reflexión, menos idolatría.
Nos veremos la próxima semana, si la reflexión sigue viva. |