¿Nuestro destino o nuestra decisión?
Por Ruben Dario GV
Me encontraba sumido en una de esas pausas necesarias en las que la mente no busca respuestas inmediatas, sino que escucha con atención las inquietudes que laten al fondo del pensamiento. En ese silencio lúcido, surgió una pregunta que, más que académica, me pareció existencial, ¿qué es aquello que realmente está quebrando a nuestras sociedades? ¿Es la inseguridad cotidiana que nos encierra? ¿La pobreza que asfixia los sueños? ¿La violencia que nos vuelve indiferentes? ¿O, acaso, algo más profundo y menos visible (una suerte de desconexión entre las personas y el sentido de habitar un mundo común) está minando los vínculos que alguna vez nos sostuvieron? Pensar en ello no es simple curiosidad intelectual; es una urgencia que atraviesa lo humano.
Mientras esa pregunta tomaba forma en mi interior, comprendí que no podía quedármela. Porque aquello que nos duele como individuos, también nos atraviesa como colectivo. Lo que me inquieta a mí (como ciudadano, como ser humano) seguramente habita también en quienes me leen, en quienes caminan conmigo este tiempo. Entonces, me permito extender esta reflexión, ¿de verdad creemos que los males de la sociedad nacen únicamente del crimen, de la pobreza o de la corrupción? ¿No será que el verdadero colapso comienza mucho antes, cuando dejamos de reconocernos unos a otros como parte de un mismo destino? Hay una fractura silenciosa, no siempre visible, pero persistente, que erosiona los vínculos y nos empuja a una forma de vida donde la supervivencia reemplaza a la convivencia, y donde el miedo reemplaza al pensamiento.
La respuesta no es ni unívoca ni sencilla. Lo cierto es que la autodestrucción no suele irrumpir con estruendo; llega como un goteo lento y persistente de desconexiones, entre el individuo y su comunidad, entre la razón y la emoción, entre la esperanza y la realidad. Un niño crece sin vínculos afectivos sólidos, una joven abandona sus sueños por la imposibilidad de sostenerlos, un adulto se hunde en la rutina sin sentido. Y así, sin bombas ni balas, se va desmoronando el tejido invisible que alguna vez nos mantuvo unidos.
Muchos sostienen que la inseguridad es la raíz del mal; otros apuntan a la pobreza o a una supuesta maldad inherente al ser humano. Pero estos son síntomas, no causas. La neurociencia ha mostrado cómo el estrés crónico, originado por entornos violentos o carentes, altera la química del cerebro, reduce la empatía y bloquea la toma racional de decisiones. Es decir, los contextos de miseria y caos no solo afectan las condiciones externas, penetran el interior de las personas, distorsionan su percepción, erosionan su humanidad.
La pobreza, más allá de su dimensión económica, es una amputación progresiva del horizonte. No solo quita el pan; quita el futuro. En sociedades estructuralmente desiguales, los resentimientos y la desesperanza no son anomalías, son consecuencias esperables. Sin perspectiva, lo urgente devora lo importante, y las nociones de ética, responsabilidad y comunidad se diluyen.
¿Existe, entonces, la maldad como esencia humana? Hobbes creía que, sin un poder superior, el hombre se volvería salvaje; Rousseau sostenía que es la sociedad la que degrada al ser humano. Tal vez ambas posturas conviven en nosotros: el potencial de crear o de destruir es latente, y es la arquitectura emocional, política y cultural la que inclina la balanza.
Aquí es donde el olvido de las emociones se vuelve letal. Sociedades sin educación emocional son campos fértiles para la ira, el miedo y la polarización. Y no hay ideología que salve a quien no sabe gestionar su frustración. El odio encuentra siempre un rostro para proyectarse, y en ausencia de reflexión, cualquier diferencia se transforma en amenaza.
¿Estamos, pues, condenados a autodestruirnos? No lo creo. Pero sí estamos en riesgo permanente si no asumimos, con seriedad, que vivir en sociedad no es solo coexistir, sino construir. Albert Camus habló del absurdo de la existencia, pero también de la posibilidad de rebelarse ante ese absurdo mediante la libertad. La decisión sigue siendo nuestra.
Quizá debamos aceptar con humildad que:
“Permanecemos juntos no por anhelo, sino por necesidad. No es la virtud lo que nos congrega, sino el interés común de sobrevivir en un mundo hostil. Hemos disfrazado ese pacto de conveniencia con nociones de bondad y maldad, cuando en realidad son los moldes impuestos por quienes primero hablaron. Tal vez, nuestra historia social no es otra cosa que la lenta danza de una supervivencia que se disfraza de civilización”.
Las sociedades no se desmoronan cuando hay pobreza o violencia. Se hunden cuando dejan de hacerse preguntas. Cuando ya no se preguntan por qué duele, por qué sangra, por qué se fragmenta el lazo humano. La conciencia de ese dolor puede ser brújula, solo la empatía puede ser el puente. La decadencia no es un designio del destino; es la renuncia colectiva al pensamiento, al cuidado, al propósito.
Disfruten de la semana, nos leemos la próxima semana, si el pensamiento sigue en pie. |