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Miércoles 12 de marzo de 2025
Fe y esperanza

Actualizado: 2025-02-28

Fe y esperanza


Por: Efraín Quiñonez León


viernes, 28 de febrero de 25


No cabe duda que vivimos momentos épicos, pero con rapidez casi imperceptible vamos transitando de la euforia por los grandes esfuerzos coronados en un gobierno que despierta enormes simpatías sociales a una suerte de tragedia premonitoria. Marx decía que la historia se repite. Unas veces como tragedia y otras como farsa. Hace aproximadamente dos semanas, en mi entrega anterior, propuse una alegoría que pretendía señalar las incongruencias y los despropósitos de la “nueva clase política”, pero la realidad muestra que mis argumentos se quedan cortos frente al avasallamiento del muy peculiar comportamiento humano de nuestros políticos.


En los días subsecuentes se han sucedido algunos eventos que vuelven a colocarnos en una suerte de brutal regresión de algo que ingenuamente creíamos haber superado. Analistas y comentaristas críticos, pero afines al régimen de la 4T, han señalado que Morena no es el PRI o una nueva edición del partido que gobernó el país por más de 70 años. Es posible que tengan algo de razón, pero lo más indigesto es que el experimento puede ser aún peor que el anterior. Se jactan de ser demócratas, pero han hecho hasta lo inimaginable por destruir la poquísima institucionalidad que garantizaba procesos electorales relativamente confiables. En su ADN la democracia solamente es asimilable a la idea de un rebaño que mansamente sigue a sus líderes. Es verdad que el elitismo ilustrado que gobernó el país durante el periodo neoliberal, también atribuyó un carácter instrumental al ejercicio del voto; de tal forma que a los ciudadanos se asignaba el papel de clientes en un menú controlado desde el poder. Bajo esta lógica, ambos resultan cuernos de la misma cabra. Para la clase política en su conjunto la sociedad no existe, salvo como “beneficiario” de algún programa social de ayuda, como “usuario” de algún tipo de servicios o como consumidores, pero jamás como ciudadanos con plenos derechos.


Después de la época gloriosa del priismo nacionalista, no ha existido otro ejecutivo federal con tan amplios índices de aprobación y simpatía. Inoculado el sentimiento de que todo pasado fue para peor, el código binario actúa de manera automática para discriminar lo bueno de lo malo, lo bonito de lo feo, lo moralmente aceptable de lo corrupto, de lo contaminado a lo sano. Incapaces de ver con matices y bajo el temor o el miedo, las grandes mayorías albergan el sentimiento que todo es mejor a lo podrido del pasado. Nutrido de una buena dosis de esperanza, tal estado emocional coloca como criterio inquebrantable la aceptación en paquete de todo lo que no es bueno por definición, sino lo que trae como promesa o ilusión que mejores tiempos vendrán. Fue tal el estímulo a los sentimientos de una nación que el fascismo en Alemania resultó capaz de mover a grandes contingentes sociales y albergar la purificación de toda la humanidad. Escondidas tras de aquellas pasiones primitivas se ocultaba el verdadero rostro de la superioridad racial. Todas las sociedades en diversos grados contienen una suerte de sospecha precautoria de quien es distinto, el forastero, el extraño; del que no es como nosotros, del que no forma parte del credo o no comparte lo que el común de los mortales acepta como propio. La humanidad inventó distintas formas de mantener ciertos equilibrios que garantizaran un nivel civilizado de convivencia, permitir grados de tolerancia a lo diverso y que esto pudiese expresarse en un contexto de derechos universales que protegen libertades básicas.


De igual forma, los comunistas alimentaron las pasiones humanas bajo las ilusiones de un futuro prometedor, casi religioso de salvación de la sociedad y de superación de sus principales ataduras, materializadas en una salvaje explotación y condiciones de trabajo oprobiosas. Las masas lucharon a sangre y fuego por un cambio de régimen que permitiera un reparto equitativo de los recursos sociales y confiaron en sus líderes semejantes tareas distributivas. Con esa encomienda, los comunistas crearon dos instrumentos básicos para llevar a cabo su misión histórica: la figura del partido político de masas y la construcción de un Estado que, en teoría, se encargaría de procurar el bienestar de la población. Pero, la mayoría de los regímenes comunistas no fueron más que la edificación de una nueva tiranía. Los partidos comunistas casi en su generalidad suplantaron las iniciativas sociales, es decir, condicionaron a tal grado al “pueblo” que terminaron por subordinarlo a los designios del partido. Con otras palabras, se fortaleció al partido y se debilitó a la sociedad. Estas expresiones terminaron por sofocar toda forma de disidencia, eliminando la pluralidad política consustancial a la sociedad misma. El Estado, por su parte, si bien alcanzó a controlar los recursos sociales y procuró en algún grado un reparto más equitativo de ellos, sobre todo en los ámbitos de la salud, la educación y los deportes; no es menos cierto que terminó por erigirse en un régimen dictatorial y persecutorio. De este modo, se construyeron estructuras de poder que todo lo controlaban y capaz de sofocar de manera absoluta cualquier tipo de independencia; de tal forma que no escatimaba esfuerzo alguno por emplear el uso de la fuerza y la violencia estatal para reprimir toda muestra de inconformidad.


En Morena convive todo ese amasijo de intereses y perfiles. Nacionalistas, muy afines a las viejas prácticas del priismo clásico; comunistas, socialistas, sin referentes ideológicos después de la caída del muro; oportunistas y mercenarios de la política que se venden al mejor postor y no les ha ido mal.


En la época en que, al menos discursivamente, todo ha cambiado, resulta por lo menos inquietante saber que, bajo el imperativo de alcanzar la meta de 10 millones de afiliados, los dirigentes de Morena se regodean con la incorporación de personajes impresentables. Peor todavía, políticos que hace no mucho tiempo eran descalificados ahora forman parte de la “familia morenista”.


Más aún, la propia presidenta envío al Senado de la República una reforma constitucional para que no se hereden los cargos: la ahora ya famosa ley en contra del nepotismo; misma que lleva dedicatoria para el propio régimen y sus aliados. Los que se sintieron aludidos tomaron nota y desplegaron su influencia para que, sin descartar o descalificar los dictados de la presidenta, semejante ley entrara en vigor hasta 2030, fecha en la que ya estarían gobernando personajes de la política que recibirían el mando de un familiar.


Analistas y comentaristas proclives al régimen actual no saben cómo justificar tales medidas. Los más conspicuos hablan de la imperiosa necesidad de un deslinde e incluso que la presidenta ejerza su influencia dentro de su propio partido, con el fin de cerrar el paso a quienes desde las mismas filas del morenismo se catalogaban no hace mucho como personajes indeseables.


Algunos de los comunicadores afines al régimen se negaban a asociar las prácticas de Morena al viejo PRI; pero son sobre todo los viejos priistas lo que tienen el control y el verdadero poder desde el cual ejercen su influencia. Sin embargo, algo de verdad hay en sus consideraciones y su negativa a asimilar a Morena bajo el cuadro del nacionalismo revolucionario de cuño priista. Pierden de vista que llegaron con una oferta no solamente distinta, sino que se jactaba de ser diferente. En ese sentido, el experimento puede resultar aún peor si el propio movimiento que llegó para renovar la vida pública del país es incapaz de reformarse a sí mismo.


En la percepción de que todo pasado fue para peor, no queda más remedio que tener fe en la nueva generación de políticos y alimentar la esperanza de que al menos no serán capaces de hacer las cosas que nos importan peor que la vieja clase política. Pero nuestro pueblo es profundamente conservador y, en una de esas, resulta peor el remedio que la enfermedad. Con otras palabras, tuvimos el suficiente valor para desde las urnas sacudir al poder; pero no todo lo que llegó es bueno por definición.

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