Un arreglo expedito

Por: Efraín Quiñonez León

08/12/24

Tiro Libre

No tardé demasiado tiempo en pronosticar el indeseable papel de pugilistas entre los que debieran privilegiar el diálogo, el debate de ideas, la tolerancia a las discrepancias; cuando un cuarteto de senadores de la república deciden dirimir sus diferencias a través del intercambio de insultos, amenazas y una que otra agresión física. Por fortuna, un coro de comedidos intermediarios disipa al menos por un momento la discordia antesala de la trifulca.

En verdad, no es nada extraño que esto suceda. Desde hace una buena cantidad de años; después de que el PRI dejó de tener la mayoría aplastante en el Congreso por más de 70 años, el recinto de los parlamentarios siempre ha estado sujeto a tensiones que rayan en la vulgaridad no tanto por las expresiones altisonantes, sino por los apetitos más básicos de liarse a golpes para imponerse. La rusticidad de Félix Salgado Macedonio, por ejemplo, inscribe en letras de oro en el imaginario colectivo y de sus propios colegas en el Congreso, frases entrañables que, sin economía alguna, suelta a su colega parlamentario un desafío plagado de testosterona: “Yo sí te parto tu madre, Nicho”. Por fortuna, de estas bravuconadas insulsas está plagado el anecdotario de la vida política nacional.

Gerardo Fernández Noroña, quien hoy corona sus deseos de llegar algún día a presidente, aunque solamente lo haya recibido como premio de consolación frente a sus buenos servicios al régimen y tan sólo como efímero presidente del Senado, cuyo poder se encuentra en medio de un mar de pirañas que él mismo contribuyó a su incremento con sus muy sonados escándalos; tiene ahora la tortuosa encomienda de contener a sus colegas en el Senado. Resulta un tanto perturbador que quien se ha caracterizado por la estridencia, ahora regresa de forma estelar a presidir el Senado de la República intentando serenar a sus colegas, cuando teniendo la oportunidad de colmar de méritos el debate razonado y ecuánime entre parlamentarios la desperdicio con magnanimidad por el deseo incontenible de protagonismo. Sus desplantes saturan los registros de nuestra muy particular y patriótica manera de hacer política; pero por sobre todo de mostrar las discrepancias en un ambiente de tolerancia y discusión equilibrada. ¿Cómo olvidar sus altercados con Javier Lozano, prócer de la patria que transita por partidos sin el menor rubor? Y sus paseos por el pabellón de los parlamentarios retando a sus colegas o al funcionario en turno al presentar informes. Es verdad que Noroña es muy popular y no está mal que así sea. Pero el electorado se merece un tribuno menos estridente y protagónico; mientras trata de confrontar y hacer valer las ideas por las cuales su electorado lo convierte en un orador más en el Congreso.

Al inaugurar las interpelaciones, basado en el criterio de que al abrir la sesión al Congreso general, todos quienes participan son tratados como pares, incluídos los presidentes de la república mientras presentan sus informes de gobierno, Porfirio Muñoz Ledo destapó los atavismo que por muchos años habían caracterizado al parlamento mexicano. Y, sin embargo, jamás vimos que el presidente De la Madrid fuese increpado sin el respeto que supone su investidura. Para nuestra mala fortuna, las desproporcionadas relaciones de poder existentes que daban toda relevancia a los incontrastables juicios presidenciales y la subordinación con que, en la práctica, se inscribía la función de los parlamentarios, modificó los equilibrios en favor de una relativa apertura que se convirtió en la chabacanería que hoy padecemos.

Aunque el sector femenil de este segmento ilustre de la república aún guarda cierto recato y no es todavía común que terminen por aplicar la máxima que implica abreviar discusiones si las divergencias pueden solucionarse aplicando la ley del más fuerte; la experiencia del contacto físico entre parlamentarias no ha estado excenta de casos emblemáticos que contradicen la regla muy femenina de que entre ellas se apela a otros recursos antes de pasar a las manos, jaloneos o miradas que matan. ¿Cómo olvidar aquel encuentro entre la polémica diputada, Lilly Téllez, y sus colegas de Morena?

Si las diferencias entre hombres pueden desbordarse ante la impaciencia de salpicar el debate con insultos que presagia la confrontación cuerpo a cuerpo; el de las mujeres en la política es prolífico en calificativos hirientes. “Roba maridos”, “Piruja”, “¿Cuál puta democracia han defendido”, “yo no soy hiena, soy mujer como tú”, “no van a votar como perros”, y lo más suave de todo ello: “eres una corrupta”, “eres una hipócrita”, “saldrá tu video, pero no será apto para menores de 18 años”.

Al final, lo que menos importa es el debate en sí mismo, sino la forma de descalificar al oponente. Pero hay implícitamente otro de los rasgos que convierte a los parlamentarios rijosos en personajes de telenovela deseosos de protagonismo tropicalizando el ambiente. Suele ocurrir que, al final, los temas que resultan necesarios discutirse y llegar a consensos pierdan la relevancia por el imperativo de obtener dividendos políticos de corto plazo. Es esa la actitud de los mal llamados representantes populares la que hace evidente la separación entre ellos y los ciudadanos que dicen respaldar. Y no se trata de darse baños de pueblo y mucho menos de pureza, como a menudo está plagado el discurso oficial, sino de verdaderamente ser consecuente con las demandas que le interesan a los electores que votaron por ellos. Mientras no se cierre la brecha que divide a los congresistas de sus electores, en la hiperautonomía de la que hoy gozan los actores políticos, seguirán decidiendo asuntos que, al final, pagaremos todos en el triste y único papel de sufragistas sin el poder indispensable y necesario para controlar a los actores políticos y, por sobre todo, sobre los temas que siempre terminaremos por padecer. En lugar de fortalecer los mecanismos de control, la tendencia es inversamente proporcional frente a la centralización del poder.