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La leyenda de los desterrados de piedra en la Fortaleza de Perote
Cuando se ingresa a la antigua fortaleza española de San Carlos, lo primero que se divisa son dos pequeñas esculturas de piedra oscura, se trata de dos soldados de los famosos “Desterrados de piedra”, cuya permanencia dio origen a leyendas que se han tratado de corroborar. |
Mario Jesús Gaspar Cobarruvias
(Versión publicada el 15 de diciembre de 2015 y actualizada el 27 de junio de 2022)
Cuando se ingresa a la antigua fortaleza española de San Carlos, construida en la década de 1770 por el brigadier de ingenieros Manuel de Santisteban y distante 144 metros al norte de la ciudad de Perote, Veracruz, lo primero que se divisa antes de llegar al registro del cuerpo de guardia, son dos pequeñas esculturas de piedra oscura, que inspiran un imponente silencio de siglos.
Se trata de dos soldados ataviados con el uniforme de la infantería española de la segunda mitad del siglo XVIII, de los famosos “Desterrados de piedra”, cuya permanencia en la fortaleza abaluartada más grande de México y la tercera en tamaño del continente americano, dio origen a leyendas que se han tratado de corroborar.
LA LEYENDA
En su libro EL CASTILLO DE SAN CARLOS DE PEROTE, publicado en 1971, el general de división e historiador Miguel Ángel Sánchez Lamego (1897-1988), expone esta leyenda tras describir la arquitectura militar y los hechos más relevantes de la imponente fortaleza, que sirviera de prisión estatal entre 1949 y 2007:
“No quiero terminar estas breves notas históricas del Castillo de San Carlos de Perote, sin referirme al suceso, mitad historia y mitad leyenda, relativo a las dos estatuas de piedra que se encuentran al final del camino de acceso al fuerte y que son conocidas con el mote de “Los Desterrados de Perote”.
A causa de la intervención que tuvo el Rey Carlos IV de España, en relación con la condena del de Francia Luis XVI, el 19 de marzo del año de 1793, se declaró un estado de guerra entre estas dos potencias, por lo que el gobierno de la primera concentró en la zona fronteriza de Guipuzcoa, Navarra, Aragón y Cataluña, tres Cuerpos de Ejército para oponerse a la invasión probable.
El Cuerpo de Ejército encargado de proteger la región de Cataluña, fue puesto a las órdenes del ameritado General Don Antonio Ricardos y Carrillo, dándose la misión de oponerse a la invasión que pudiera practicar un Ejército Francés, fuerte en unos 16,000 hombres acampados al otro lado de los Pirineos orientales, con intenciones probables de introducirse al suelo español.
El grueso del Cuerpo de Ejercito del General Ricardos se concentró en la provincia de Gerona, dotándose de fuertes guarniciones a todos los puntos fortificados cercanos a la frontera, para evitar que fueran sorprendidos y cayeran en manos del enemigo, después de algún golpe de mano o por algún ataque concienzudo.
Entre estos puntos fortificados estaba el Fuerte de Figueras, hermosa fortificación bastionada, emplazada a corta distancia de la población que le dio nombre y alejado solamente a unos 15 kilómetros de la línea fronteriza con Francia.
Cuéntase, que una mañana del mes de abril de ese año de 1793, al practicar la ronda de acostumbrado paseo para darse cuenta de las novedades ocurridas durante la noche, descubrió los cadáveres de dos de los soldados de la guarnición del Castillo, que yacían por tierra, atravesados mutuamente por sus bayonetas, en las cercanías de la entrada principal.
Abierta la averiguación correspondiente a casos como éste, se llegó al conocimiento de los hechos siguientes:
Los dos soldados llevaron en vida, respectivamente, los nombres de FRANCISCO FERRER y JAIME CASTELLS, ambos de origen catalán; eran rivales en amor, pues ambos amaban a la misma mujer, la hermosa “Olalla de Olot” y estando de guardia en el Castillo, al hacer su ultimo cuarto de centinela, durante el paseo se encontraron y tal vez sin mediar palabra, impulsados por los celos, se atacaron mutuamente con furia e hiriéndose mortalmente. Sus cuerpos, atravesados los pechos por las bayonetas, cayeron enlazados en un abrazo eterno, permaneciendo así hasta que fueron descubiertos.
El delito cometido por estos hombres, que abandonaron su importante servicio, poniendo en peligro la integridad del Castillo, por una parte, y la existencia de todo Cuerpo de Ejército, por la otra, al dejar sin vigilancia el punto encomendado a su cuidado, por dirimir una cuestión completamente personal, estaba castigado en los Códigos militares con la pena de muerte, sentencia que ya no era posible cumplir.
En vista de todo esto para servir de ejemplo al resto de las tropas españolas y buscando no se volviera a cometer delitos de esta índole, el Rey Carlos IV ordenó que sus figuras, esculpidas en piedra, fueran colocadas para siempre en una de las fortalezas del Nuevo Mundo, para que desempeñaran de manera perpetua el servicio de centinela, que tan mal habían ejecutado la noche de su muerte.
En cumplimiento de este ordenamiento, en uno de los últimos años del siglo XVIII, llegaron a Veracruz las dos groseras estatuas de piedra, representando a los soldados Ferrer y Castells, ataviados con el uniforme de la Infantería Española y el fusil en la posición de descanso.
Días después de su arribo, quedaron colocados a uno y otro lado de la puerta principal de entrada del Castillo de San Carlos de Perote, lugar destinado por el Virrey de Nueva España, para que se cumpliera la terrible sentencia.
Desde entonces, estas figuras sufriendo los embates del tiempo, las lluvias, el frío, la nieve, el sol y aún con estoicismo recibieron los fuegos de quienes atacaron el Castillo y cuando en noviembre del año de 1862, por orden del General Don Ignacio de la Llave, se pretendió volar la fortaleza para que no cayera intacta en poder de los franceses que invadieron el suelo mexicano en aquel entonces, un vecino del pueblo de Perote, de origen español y de apellido Yraizos, suplicó al General don Alejandro García le permitiera llevarse a su casa como recuerdo las dos estatuas.
Así se verificó y por algunos años, estos muñecos de piedra adornaron el jardín de la casa del señor Yraizos; pero el 19 de diciembre de 1889, fue nombrado por el gobierno del General Don Porfirio Díaz, Conserje del Castillo de San Carlos, el Coronel de Caballería Auxiliar Don Miguel Melgarejo y este jefe llevó la orden de recoger todo lo que fuera de pertenencia de la nación, incluyéndose las dos estatuas.
Recogió entonces estas piedras labradas y desde entonces volvieron a ocupar su sitio en el Castillo, desde los comienzos del mes de enero del año siguiente.
Al recuperarlas no fueron colocadas ya en la puerta de entrada como habían estado antes, sino en los pedestales que están sobre el camino de acceso al Fuerte, precisamente donde empieza el Camino Cubierto, que es donde permanecen hasta nuestros días, sufriendo las irreverencias de las intemperies y las de los hombres, pues en estas últimas convulsiones políticas que han ensangrentado a nuestra patria, algunos de los soldados se han entretenido en “fusilar” las estatuas como puede comprobarse por la huella dejada por los impactos de los proyectiles, en los pechos de piedra de estos grandes delincuentes.
Algunos campesinos del pueblo de Perote o de sus alrededores, cuentan que todavía en los actuales tiempos, durante las altas horas de la noche, se oyen quejidos lastimeros, imprecaciones terribles y suspiros prolongados que parecen salir de los labios de los dos DESTERRADOS DE PEROTE”.
LA HISTORIA
El general Sánchez Lamego también explica más en detalle el episodio de la voladura de la fortaleza en 1862 y como las estatuas de Ferrer y Castells fueron retiradas a tiempo de ser destruidas:
“Reorganizado el Ejército expedicionario francés, después de la derrota sufrida el 5 de mayo de 1862, dividido en dos fuertes columnas, avanzó hacia el interior del territorio mexicano, por los dos caminos que de Veracruz conducen hacia la capital de México.
La Brigada Berthier, fuerte en unos 5, 400 hombres del 7º Batallón de Cazadores, del 51º y 72º Batallones de Línea, de una Batería de Artillería, 1 Escuadrón del 12º Regimiento de Cazadores y de algunas tropas de Administración, partió de la ciudad de Veracruz el 27 de octubre de 1862, arribando a Jalapa el 7 de noviembre siguiente, después de sostener algunas ligeras escaramuzas con fuerzas mexicanas en Puente Nacional, en Rinconada y en Cerro Gordo.
El 16 de diciembre, reinició su marcha hacia Perote, bajo el mando directo del General Bazaine, y ocupó la Fortaleza de San Carlos de Perote, sin que esta hiciera alguna resistencia, el 19 siguiente, donde se detuvo para explorar los alrededores y procurarse víveres para reemprender su marcha hacia Puebla.
Este movimiento lo inició el 21 de enero de 1863, dejando en la Fortaleza una pequeña guarnición para el cuidado de los enfermos y heridos.
La Fortaleza fue entregada, pues, por lo mexicanos sin ninguna resistencia, porque el General Don Ignacio de la Llave dio orden al General Don Alejandro García, Gobernador del Castillo, de incendiar el pueblo de Perote y “volar” la Fortaleza de San Carlos, para que esta no cayera intacta en manos del invasor, ya que era prácticamente indefendible el punto.
El General García acumuló buena cantidad de pólvora para verificar la voladura del Fuerte; pero no obstante la enorme cantidad de explosivos acumulada en los dos depósitos de pólvora de la obra, que produjo una terrible explosión que, según se dice, rompió todos los vidrios del pueblo de Perote, solo se consiguió hundir los techos de ambos polvorines y romper parte de la escarpa del bastión norte, permaneciendo inconmovible el resto del edificio.
La voladura se produjo el día 3 de noviembre de ese año y al darse cuenta el General García que para destruir totalmente el Castillo necesitaba mucho tiempo y varias toneladas de explosivos, desistió de su empresa y la abandonó días después, pues los franceses estaban ya en la ciudad de Jalapa.
Ocupada por las tropas francesas, más tarde se dotó a la ciudadela de una guarnición de tropas mexicanas y después, por parte de las fuerzas austriacas, en cuyos periodos fue reparada la escarpa semi destruida por la voladura intentada por el General García. Este remiendo, aún puede verse con toda claridad en la cara poniente del bastión norte del Castillo”.
Y en un anexo, presente en la segunda edición del mismo libro, ofrece más detalles referentes a las estatuas:
“En la primavera del año de 1863, el general Bazaine, al frente de una división francesa, ocupó la ciudad de Xalapa. Casi al mismo tiempo el general don Ignacio de la Llave llegó al pueblo de Perote con una pequeña armada de guerra que conducía una enorme cantidad de barricas de pólvora. Era su misión, por mandato del gobierno nacional, volar la fortaleza de Perote, a fin de privar al enemigo invasor de ese punto de apoyo. Pronto se difundió esa noticia en el pequeño pueblo de Perote, y un honrado español, don José de Iraízos, que era el administrador de la casa de diligencias allí establecida, se dirigió al general La Llave diciéndole poco más o menos:
“Sí, señor general, que mañana comenzarán los trabajos de destrucción de la fortaleza; ahí están las estatuas de dos compatriotas míos y estos desventurados fueron condenados al destierro perpetuo representados en efigie; pero no a ser destruidos sus simulacros, por el fuego; pido a usted que ordene me sean entregadas las estatuas, yo las conservaré con el cuidado debido”.
El bravo general de La Llave tenía un noble corazón, y comprendiendo el sentimiento patriótico que movía el Señor Iraízos, accedió a lo que éste le pidió; las estatuas fueron bajadas de unos pedestales y el español las llevó a su casa.
Al día siguiente, una espantosa detonación, semejante a la de cien truenos juntos, hizo retemblar al pueblo de Perote, donde no quedó un vidrio sano. Era la explosión de muchos quintales de pólvora, aplicados al baluarte noroeste de la fortaleza. Cuando se despidió el humo, se observó que el baluarte se había degradado por su parte interior; que por la exterior, ni una sola piedra de la cantería que forma la muralla había salido de un alveolo, demostrando así la magnífica construcción de aquel castillejo. En general de La Llave, en vista de este primer resultado, prescindió de seguir su obra de destrucción, comprendió que para llevarla a cabo por completo necesitaba muchos días, y ya el General Bazaine con su división había salido de Xalapa rumbo al mismo Perote; que le era preciso gastar enormes cantidades de pólvora para acabar con la fortaleza, y que esa pólvora debía ser empleada con sus fusiles y cañones por los heroicos defensores de la Independencia y de la dignidad Nacional.
Lo que pudieron hacer los explosivos, lo hicieron al abandono y la incuria en que se dejó la fortaleza durante medio siglo. Hoy es un montón de ruinas, medroso, tétrico y que da pavor: nadie sabe del paradero de las estatuas que fueron cedidas al Señor Iraízos, muerto muchos años ha”.
IDENTIFICANDO A LOS CENTINELAS
Las esculturas de Ferrer y Castells muestran el uniforme de la infantería española, cuyo equipo básico del soldado era el llamado “vestido de munición” (uniforme), tricornio, corbata, casaca, jupa, camisa, calzones, medias, polainas y zapatos. Este equipo presentaba ligeras variaciones en función del arma en que servía el soldado, pues las tropas de los coraceros de caballería calzaban botas de montar, los granaderos de infantería llevaban gorra, y los fusileros prescindían de la corbata vistiendo gambeto y camisola en lugar de casaca y jupa.
Sin embargo, presentan como característica muy llamativa el gorro alto -que se utilizaba para engañar al enemigo respecto a la altura real del atacante- con manga terminada en borla, que es característico de los granaderos en casi todos los regimientos, desde la Guardia Valona hasta los milicias provinciales. La infantería ordinaria empleaba el bicornio o el chacó.
Los granaderos eran soldados de elevada estatura perteneciente a una compañía que formaba a la cabeza del regimiento. El empleo de las granadas de mano hizo estimar necesaria la creación de los granaderos, cuyo objeto según su nombre lo indica, era arrojar y manejar esta clase de proyectiles. La función de estas tropas, consideradas de élite ya que se buscaba a los hombres mejor dotados físicamente, con buena estatura y cualidades dentro de los disponibles en cada regimiento, no era otra más que durante los avances de la infantería en el campo de batalla, lanzar las granadas que portaban en la bolsa de costado y así conseguir que este avance fuese más efectivo y a la vez crear caos y desorden en las disciplinadas filas enemigas.
Se originaron en Francia hacia 1667, pues para desalojar al sitiado del camino cubierto en los ataques de las plazas fuertes abaluartadas, se eligieron por compañía cuatro hombres robustos y valientes, armados con hacha, sable y mosquete, llevando un saco de doce granadas que se llamó granadera.
En 1670, se formó una compañía independiente; después se agregó una a cada regimiento y, luego, una a cada batallón, de modo que empezando entonces a usarse el mosquete con bayoneta, se armó primero de esta suerte a las compañías de granaderos que al resto de la infantería. Adquirieron pronto gran favor los granaderos que aceptaron todas las naciones de Europa, aunque sea digno de notarse que en 1690 confesaban ya los mismos franceses que el papel de los granaderos empezaba a declinar por causa de la utilización del fuego por descargas en detrimento de las propias granadas.
En España este cuerpo se fundó obedeciendo la Real Orden de 26 de abril de 1685, establecida por el rey Carlos II. El desarrollo pleno de esta tropa se dio en el siglo XVIII con la reestructuración que el rey Felipe V introdujo en el caótico ejército del final de la dinastía de los Austrias. Si las esculturas reproducen fielmente el uniforme del cuerpo al que pertenecían Ferrer y Castells y no un arquetipo universal del soldado hispano, se podría afirmar que estos eran soldados granaderos, robustos y de elevada estatura, un requisito que se exigía en España desde las Ordenanzas de 1768 y que imperaron en buena parte del siglo XIX. Para ser granadero había que que saber leer y escribir, ser católico, de estatura no inferior a 1.80 metros, robustos, bien dispuestos y tener entre 18 y 40 años.
Se formaron batallones de granaderos en los regimientos de infantería América, Princesa, Extremadura, Fijo de Orán, Aragón y Voluntarios de Aragón. Al ser catalanes de origen, Francisco Ferrer y Jaime Castells podrían haber servido en alguno de los dos últimos.
Dentro de la infantería de marina española, los granaderos eran la fuerza de élite y solían constituirse con los hombres más altos y arrojados, ya que su misión era lanzar granadas o bombas al buque contrario, lo cual tenían que realizar exponiéndose más que el resto, el típico gorro de piel de los granaderos es debido a este tipo de misión, ya que para lanzar sus proyectiles era mejor tener un gorro sin «alas» como los tricornios, bicornios o chisteras de los fusileros, que no entorpecieran el cometido.
En el ejército prusiano en tiempos de Federico el Grande (1712 – 1786) destacaba por su férrea disciplina. Sus miembros eran conocidos con el nombre de «Lange Kerls» («Chicos largos») o «Potsdamer Riesengarde» («Guardia gigante de Potsdam»), ya que sus miembros debían medir por lo menos 1,88 metros, una altura considerable para esa época. Vestían sus uniformes de manera impecable, con la inmutable idea de la obediencia incuestionable, sabiendo que serán castigados duramente si decepcionaban a sus generales. Una disciplina similar se aplicaba en las tropas españolas, pues, pese a los cambios sociales logrados en el Siglo de las Luces, el súbdito español promedio llevaba una existencia bastante reglamentada por el Estado y la Religión, con escasas posibilidades de ascender en la escala social en una sociedad estratificada.
La disciplina militar era generalmente brutal e inflexible, incrementada por los numerosos conflictos en que España se vio envuelta en el siglo XVIII contra ingleses, holandeses y franceses. Si Ferrer y Castells pertenecían a los granaderos, existía mucha seguridad de que se les castigara con gran dureza, de haber sobrevivido, pues gracias a su valor en batalla, este cuerpo gozaba de alta estima y algunos privilegios más que la infantería común. Pero en contrapartida, se les exigía más que al soldado común de a pie.
* El autor es originario de la ciudad de Veracruz, licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Veracruzana y técnico en informática por CENESCO. Investigador independiente en historia, antiguas vías de comunicación y campos de batalla desde 2009. Ha sido profesor del área de Humanidades, historia, antropología, fotografía, diseño grafico e informática en colegios y la Universidad Empresarial en Veracruz, Boca del Río y Soledad de Doblado. Se especializa en historia universal y militar, el periodo de la conquista de los siglos XV y XVI, las guerras de los siglos VIII al XIX en Europa y América, así como en heráldica, numismática, armamento y artillería antiguos. También es conferencista de nivel estatal, diplomado en historia del arte prehispánico, colonial y mexicano, paleografía colonial, historia de Veracruz y Boca del Río, administración pública, gestión social, grabación de escenas, etc. Desde 2019 es miembro del grupo ciudadano TOLOME UNIDO a cargo de asuntos históricos, coordinador estatal de cultura para el Estado de Veracruz para la Promotora Nacional de Economía Solidaria (PRONAES), director de Investigación, Análisis y Proyección Históricas para el Proyecto Ruta de Cortés perteneciente al Proyecto México del Consorcio Constructor de Empresas Mexicanas (CCEM) y fundador-director del equipo de Exploración y Estudio del Camino Real Veracruz-México (EXESCR). También se desempeña como explorador, guía-senderista, asesor en recorridos históricos y organizador de expediciones documentales en el Camino Real de México a Veracruz y la Ruta de Cortés. Participa en diversos proyectos de preservación del patrimonio y rescate de memoria histórica. Ha sido galardonado dos veces con la medalla y el diploma de honor de la Institución de la Superación Ciudadana del H. Ayuntamiento de Veracruz y declarado "Hijo Adoptivo del Pueblo de Tolome", entre muchos otros reconocimientos y honores a su actividad profesional.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Sánchez Lamego, Miguel Ángel. EL CASTILLO DE SAN CARLOS DE PEROTE. Colección Suma Veracruzana, 1a. Edición, Editorial Citlaltépec, México D.F., 1971.
REFERENCIAS ELECTRÓNICAS
GRANADERO ESPAÑOL 1780. Asociación Cultural de Modelismo Histórico Alabarda:
https://alabarda.net/granadero-espanol-1780/
BATALLÓN PRUSIANO DE GRANADEROS DE LA GUARDIA No. 6 SIGLO XVIII Modelismo militar:
http://unosetentaydos.mforos.com/16…
OFICIALES Y DOTACIÓN DE LOS NAVÍOS DE LA REAL ARMADA ESPAÑOLA A FINALES DEL SIGLO XVIII. ORGANIZACIÓN Blog Todo a babor:
http://www.todoababor.es/vida_barco… |
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